Manes, emprendedorismo, ciencia y política

Es el precursor de las neurociencias cognitivas en el país. Es el autor de un best-seller sobre el funcionamiento del cerebro que lleva más de un año en el ranking de los libros de no ficción. Es el investigador que, tras su paso por Harvard y Cambridge, volvió en 2001 a su patria para honrar su compromiso con el bien común. Es el creador de un instituto científico (Ineco) que, apostando a la divulgación, la capacitación y la investigación, demostró que es posible hacer política pública desde el sector privado. Es un referente social que apuesta por el conocimiento y los valores republicanos como piezas clave del nuevo paradigma de gestión del Estado.

Para ser lo que hace, Facundo Manes tuvo que ser: médico (Universidad de Buenos Aires), Master in Sciences (Universidad de Cambridge, Reino Unido), residente de neurología en la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas de la Infancia (Fleni), experto en neuroimágenes funcionales en el Departamento de Neurorradióloga del Massachussets General Hospital de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard (Estados Unidos).

Por hacer lo que es, Facundo Manes tuvo que: desarrollar el Departamento de Neurología Cognitiva y Neurociencias Cognitivas Humanas en Fleni, crear y dirigir el Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco) y el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, presidir la Fundación Ineco y la World Federation of Neurology Research Group for Aphasia, Dementia and Cognitive Disorders, asumir como rector de la Universidad Favaloro.
Con 46 años, Facundo Manes es el científico argentino del momento. Su prestigio internacional como artífice de las dos instituciones que, desde la Argentina en particular y América latina en especial, generan conocimiento original en su expertise, convive con su creciente popularidad como uno de los divulgadores más carismáticos, cuyas giras por el interior del país son tan multitudinarias como su presentación en el Teatro Gran Rex, que convocó a más de 3 mil seguidores en noviembre pasado. Y, desde su salto a las primeras planas tras haber liderado el equipo que operó a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de un hematoma subdural en 2013, demostró una lucidez y honestidad intelectual para analizar el pasado, el presente y el futuro de la Argentina que lo han convertido en una figura cuya manifiesta vocación política esperanza a muchos desencantados con la dirigencia tradicional. Sin embargo, es su faceta de emprendedor la que menos se conoce. Y la que, quizás, mejor permita explicar por qué Manes puede convertirse en un fuera de serie capaz de cambiar el paradigma de la ciencia y los negocios en la Argentina.

¿Cómo se le ocurrió ser emprendedor científico en la Argentina de 2001?

Lo hice por las circunstancias. Regresé al país en junio de ese año y el escenario era: por un lado, la neurología y la psiquiatría clásicas, con excelentes expertos en accidentes vasculares, cefalea, Parkinson, esclerosis múltiple o en esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, respectivamente; y, por el otro lado, el psicoanálisis. Cuando llegué, habiendo estudiado, en Estados Unidos y Europa, científicamente el cerebro sin ser reduccionista sino multidisciplinariamente, con matemáticos, músicos, físicos, neurólogos, psiquiatras y filósofos; y no sólo las enfermedades sino la toma de decisiones, la emoción, la memoria, el olvido, la creatividad; y en humanos, no en ratas de laboratorio, porque hay fenómenos, como la memoria autobiográfica o el proceso de toma de decisiones complejas que sólo se dan en humanos; entonces encontré que mi área no estaba desarrollada.

Pero, antes de detectar ese nicho, fue la vuelta. ¿Por qué regresó?

Porque soy argentino. Porque esto es mío. Porque en cualquier otro lado, por más que tengas un cierto éxito económico, académico o empresarial, te levantás a la mañana y sabés que no estás en tu lugar. Y porque soy una persona que trabaja para el largo plazo. Cuando llegué a los Estados Unidos tenía mi sueldo de investigador, un auto grande y un departamento en un condominio con pileta. Ir a Cambridge fue como pasar de rico a pobre: en donde vivía había una canilla para el agua caliente y otra para la fría que, con una goma, se mezclaban para bañarse; llovía todo el tiempo e íbamos en bicicleta al hospital, que quedaba a cuatro kilómetros, pero nadie se quejaba porque hasta los premios Nobel de 70 u 80 años se movilizaban así. Un día, caminando con mi tutor, vi una casa vieja, que era el Laboratorio Cavendish, donde se cambió la física del mundo. Le pregunté cómo había sido posible. Y me respondió: “¿Sabés lo que se necesitó? Cuatro paredes y gente brillante adentro”. Ahí me di cuenta que los edificios y la tecnología son importantes, pero que la diferencia la marcan los recursos humanos que quieren cambiar el mundo. La diferencia entre la universidad que está 150º en el ranking y Cambridge, Harvard, Oxford o Yale es que, en la primera, uno de cada 100 estudiantes quiere cambiar el mundo, pero en las otras son 10 de cada 100 los que trabajan para eso. La gente hace a las instituciones. Y mi vuelta tuvo que ver con el largo plazo. Sé que, en ese largo plazo, se puede construir un país diferente, y que depende de los que podemos aportar.

Su regreso se produjo justamente cuando tantos emprendían el éxodo. ¿Temió haber cometido un error de timing?

Volví en junio y en diciembre, cuando estalló la crisis, había empezado a trabajar en Fleni. Cuando en el mundo se veía que acá se robaban camiones con vacas y otras imágenes terribles, tuve 15 ó 20 e-mails de profesores de los Estados Unidos y Gran Bretaña que me decían: “Venite mañana a trabajar conmigo”. Y dije que no porque sentí la necesidad de aportar desde mi lugar. Me daban bronca esos e-mails. Pero me convencieron de que tenía un rol. Si estuviera en Suiza o Noruega, que es el modelo de país que quisiera, estaría haciendo ciencia. Pero estoy en un país, que es mi otra pasión, que necesita una contribución de todos. Mi país tiene problemas. Y uno no puede hacer sólo lo específico, tiene que comprometerse.

¿Y ese sentimiento de pertenencia bastó, en 2001 y hoy incluso, para compensar las señales de desaliento del
contexto?

Sí, porque yo me involucro. Lo frustrante sería, para mí, no involucrarme. Justamente, creo que el mejor tratamiento para el pesimismo y el desasosiego –porque es cierto que hay muchos problemas graves en la Argentina– es involucrarse y tratar de cambiar. Nos vamos a morir antes de ver el país que todos soñamos –desarrollado, con justicia social, con transporte e infraestructura de primer nivel, líder del conocimiento–, pero lo importante no es verlo sino luchar por él. Tenemos que trabajar sin esperar los resultados. Podemos verlos en cosas inmediatas, pero lo profundo, como que el 27 a 30 por ciento de la población –según el Observatorio de la Universidad Católica Argentina– sea pobre y tenga hijos con un cerebro que no se nutre bien y no tiene estímulo afectivo ni cognitivo, eso no se soluciona de un día para el otro por más que empecemos hoy. Un puente lo podemos hacer en un año, bajar la inflación se puede lograr en dos años, alguien nos puede asegurar que creceremos 7 % por año en la próxima década, pero igual tendremos dramas terribles, como esos chicos desnutridos. Eso es un suicidio social, porque esos chicos mañana hipotecan su vida. Por ende, es una hipoteca social del país. Que la inflación sea baja y que crezcamos es bárbaro, son requisitos necesarios. Pero la mejor lucha contra la pobreza es la revolución educativa.

Que no depende exclusivamente de una inyección presupuestaria…

No. Y tampoco depende de un gobierno: depende de una política de Estado, que es lo que nos falta. Tampoco hay que echarle la culpa de todo a este Gobierno: la decadencia argentina en educación, pobreza, marginalidad y corrupción viene de décadas. Y la sociedad lo acepta por veranitos económicos, por comprar electrodomésticos. Somos todos responsables, no es culpa de un gobierno temporario. Los gobiernos por ahí se equivocan al confundir su destino personal con el del país. Por eso necesitamos instituciones fuertes: para que los dirigentes no se confundan. El Estado somos nosotros.

Cada vez que se plantean mejoras en la calidad de la educación pública surgen mitos y tabúes. Como si, confiando en el liderazgo de otras épocas, no se registrara la decadencia de los últimos años. ¿Notó esa contradicción al volver?

Es como si le tomo la presión a un paciente, sale que es hipertenso y se enoja con el tensiómetro. ¡Nosotros discutimos los rankings! No estamos reconociendo el problema, sino que discutimos las medidas que evalúan la decadencia. Hay una alarma ahí. Soy un científico que recorre el país dando charlas y veo esa decadencia. Noto el contraste con mi historia personal: llegué a Buenos Aires en un tren, sin ningún contacto y, por la educación pública, pude llegar a las mejores universidades del mundo, acceder a las mejores instituciones de mi área en el exterior, volver y crear dos institutos de neurociencias. Digo: no sólo pude hacer acá neurociencias sino crear un sistema que hoy se replica en el país y en el exterior. Porque, cuando volví, ni el Conicet podía desarrollar lo que yo hacía.

Volvemos a las razones por las que decidió ser entrepreneur científico…

El sistema me empujó, porque no había un lugar donde se estudiara científicamente la mente. Estaba Fleni, donde había sido parte de la primera camada de residentes en neurología y adonde volví como jefe de neurología cognitiva, neuropsicología y neuropsiquiatría, hasta 2005. También estaba el hospital público, donde se hacía buena neurología. Pero no había una institución que tuviera mi objetivo. Por eso, la tuve que hacer yo. Sin quererlo, por necesidad, me tuve que convertir en un científico que, además, se ocupa de pagar el papel higiénico.

¿Cómo fue la decisión de renunciar a la contención que le ofrecía una institución reconocida para crear un proyecto independiente e inédito?

Durante esos años en Fleni, que fueron de mucho éxito, el mayor logro fue desarrollar una masa crítica. Porque, hasta entonces, aquí no había gente que estudiara científicamente la mente. Entonces, recluté a gente joven y brillante: biólogos, matemáticos, neurólogos, psicólogos, estadísticos. Y les fui asignando misiones: “Estudiá toma de decisiones y te contacto con un amigo en Cambridge”, “Estudiá memoria y te contacto con un colega en los Estados Unidos”. Así, en Fleni hicimos experimentos muy novedosos y empezamos a crecer. Pero, en un momento, no me sentí cómodo: veía que el futuro era por ahí pero no veía que la institución lo tuviera como prioridad. Esos años de producción de investigación original a nivel internacional me habían generado propuestas desde el exterior, pero quería quedarme en la Argentina. Entonces, renuncié. Y lo hice porque quería pensar. Esa es una cosa que después me di cuenta que hacen los líderes: estar dispuestos a abandonar el pasado. Si uno no quiere perder el pasado, es difícil que lidere el futuro. También tenía otra característica de los líderes: conexiones, porque siempre he sido muy sociable. Pero no tenía un plan: solamente sabía que quería algo. Y eso también es parte del acto creativo, que requiere un período de incubación y luego explota.

Cuando renunció, ¿tenía la hoja en blanco o ya había garabateado lo que sería Ineco?

Tenía esos elementos a mano pero no tenía a Ineco en mente. Aunque fui dando los pasos que me condujeron irremediablemente en esa dirección. Tenía varios trabajos científicos para publicar, suficientes dólares en el banco para vivir un año y nacía mi hija, así que quería estar en paz conmigo mismo y pensar cómo seguir mi impulso, mi instinto, que era mi apuesta por las ciencias cognitivas en serio en la Argentina. ¿Pero, qué pasó? Todos esos jóvenes que formé empezaron a llamarme avisándome que también se iban de Fleni. Fueron unas 15 personas que resignaban un sueldo fijo y una obra social. Entonces, hablé con mi hermano Gastón, que es abogado, y le dije: “Tengo que hacer algo”. Cuando me preguntó qué necesitaba, me acordé de la frase de mi tutor en Cambridge: gente brillante ya tenía, pero necesitaba cuatro paredes. Tenía unos mangos, pero no para bancar a todos. Entonces, mi hermano y Marcelo Savransky, su socio en el estudio jurídico, se involucraron y decidieron invertir en ciencia. Creyeron en mí. Y no tuve otro apoyo.

¿No llevó o no le aceptaron la carpeta en otras instituciones, universidades o el Estado?

Lo que hice se podría haber hecho en Fleni, en el Conicet, en una universidad pública o privada. Un lugar como Ineco –que produce investigación original en neurociencias a tal punto que es uno de los más importantes de América latina y compite con la Universidad de San Pablo en el área–, estaría en manos del Estado o de una universidad en los Estados Unidos o el Reino Unido. Pero en la Argentina, las universidades privadas en ese momento no daban tanto apoyo a centros de investigación, la UBA es demasiado grande y en el Estado había una cultura de psicoanálisis tal que creo que no se sabía muy bien qué eran las neurociencias cognitivas… Sentí que no había espacio. No es que alguien me dijo que no. ¡Todos me decían que era una idea bárbara, pero no aparecía el dinero! Y quería que invirtieran en investigación, no que me apoyaran a mí con un sueldo. Por eso, cuando le definí a mi hermano qué necesitaba, me di cuenta de que, para indagar en los procesos mentales complejos en humanos, no necesitaba quirófano, terapia intensiva ni hospital. Necesitaba, literalmente, cuatro paredes. Mi hermano y su socio, con buen tino, eligieron un lugar adecuado para el proyecto, en Barrio Norte, porque quizás, con mi mentalidad de médico, yo habría buscado una zona más barata. Ahí entendí qué significaba tener un business plan.

¿Cómo resolvieron el financiamiento, tras el aporte inicial propio y de sus socios?

Decidimos armar una cooperativa de médicos. Llamé a muchos colegas que, habiéndose formado en el exterior, estaban en sus consultorios trabajando solos. Y, junto con los que me siguieron de Fleni, reuní a unos 50. Los que atendíamos a los pacientes formábamos la cooperativa y cobrábamos en forma privada la consulta, porque nos era muy difícil entrar en el sistema de la medicina prepaga, donde había intereses y competencia. El área nuestra, para hacerse bien, requiere de tiempo, pero ninguna obra social te paga lo que le lleva a un experto estudiar una depresión u otras enfermedades que no implican medir solamente la presión arterial. Por eso, decidimos que la mitad del ingreso de la cooperativa se destinaría al instituto de investigación. No es fácil que un médico resigne parte de su ingreso, pero ese monto que delegamos pagaba el edificio y su logística, y además a los investigadores full time. Eso fue lo novedoso. Porque parte del equipo no veía pacientes: eran matemáticos, físicos y biólogos que ya estaban investigando desde el primer día. Entonces, no es que hicimos investigación cuando Ineco dio superávit, sino que desde el inicio, y a pérdida, lo hicimos. Los países desarrollados no hacen ciencia e invierten en educación cuando son desarrollados, sino que son desarrollados porque invierten en educación y ciencia de primer nivel.

¿Eran conscientes de que estaban cambiando el paradigma de producción de ciencia en el país?

Fue una cosa que no pensamos, la hicimos. Por eso, arrancamos sin business plan ni nada. En 2007, dos años después, empezamos a crecer muchísimo en publicaciones de impacto internacional. Hasta entonces, teníamos tres contribuciones a la sociedad, además de la atención de pacientes: las charlas gratuitas para educar a la gente sobre neurociencias y enfermedades; la formación de los colegas que querían aprender esta nueva disciplina y la producción de conocimiento original. Eran tres aportes a la comunidad que encaramos sin dinero del taxpayer. A veces tengo que soportar que me digan: “Bueno, pero es un lugar privado”. ¡Hicimos Ineco sin dinero del que paga impuestos en la Argentina y le dimos al país un polo internacional en neurociencias! Me encantaría que fuera de la UBA o del hospital público, pero no se hizo. ¿Entendés la locura argentina de lo público versus lo privado? El futuro es una mezcla. E Ineco hizo, sin explicitarlo, una política pública desde el sector privado. Hoy ya estamos haciendo un convenio con el Conicet, ya entramos al sistema… Pero el paso inicial lo dimos nosotros.
Quiero decir que Ineco también fue posible porque la Argentina todavía tiene una clase media intelectual –por el sistema educativo que tuvimos y nos diferenció– que no se ve en Chile, Colombia, Perú y otros países de la región que están creciendo macroeconómicamente.

Apenas dos años después, crearon Fundación Ineco. ¿Formaba parte de los objetivos iniciales?

En 2007 estaba creciendo mucho mi locura científica y la cantidad de pacientes, pero una cosa es crecer en ciencia y otra en los números. Y se sabe que la manera más segura de fundirse es con un médico, al menos eso siempre dice mi hermano (risas). Hubo dos cosas que nos llevaron a pensar que necesitábamos una fundación para que cubriera aquellos tres objetivos. Primero, que uno de los chicos nuestros –Tristán Bekinschtein, que ahora está en Cambridge– ganó la beca Marie Curie, que es una de las mejores en ciencias en Europa y siempre se la llevaba la Universidad de Hong Kong o alguna estadounidense. Un día me llamaron de Bruselas para que explicara cómo era que una S.R.L. había dado lugar al científico ganador, porque nunca les había pasado tener que firmar contrato con una S.R.L. Segundo, me mandó un email Agustín Ibáñez, que hoy es el jefe del Laboratorio de Psicología Experimental y Neurociencias de Ineco. Estaba estudiando en Heidelberg, Alemania, y quería venir a trabajar con nosotros. ¡Imaginate lo que fue para mí que, dos años después de crear Ineco, tuviera el pedido y la oportunidad de repatriar a un investigador argentino! Estaba muy contento, pero mi hermano me dijo: “Pará, nos estamos fundiendo. Tenemos que hacer una fundación porque, ya que no hacemos prácticas como operar, que dejan un margen mayor en la medicina, con la consulta no podemos financiar Harvard tampoco”. Por eso, otro mérito del proyecto es haber hecho la Fundación cuando ya teníamos todo, y no crearla para ver qué hacíamos.
¿Y cómo calzó en ese esquema de crecimiento la creación del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro?
Me llamaron porque el sueño de René Favaloro, un adelantado, había sido estudiar la relación corazón y cerebro. Acepté porque, así, el grupo de médicos de Ineco que veía a pacientes privados podría trabajar a la mañana para todas las obras sociales: podríamos brindar una cobertura de primer nivel a un gran espectro social, algo que para mí era muy importante.

Más allá del prestigio profesional y del éxito del modelo de negocio científico que creó, el reconocimiento mediático recién llegó en 2013, cuando lideró el equipo que operó a la Presidenta de un hematoma subdural. ¿Cuál fue el impacto en el posicionamiento de Ineco?

Tuvimos el honor de que la Unidad Médica Presidencial y la presidenta Cristina Fernández de Kirchner eligieran el proyecto de dos hermanos que había nacido unos años antes. Pero fue consecuencia de que Favaloro diera lugar a la propuesta de Ineco. Ya para entonces había pasado la desgracia de que el Hospital Francés tuviera problemas: ahí había un grupo de neurólogos y neurocirujanos muy importante, de los mejores de la especialidad, profesores de 50 y pico a quienes les ofrecimos acompañarnos. Después, apareció la oportunidad de asociarnos con Grupo Oroño para crear Ineco Rosario y de abrir un centro de rehabilitación en Ramos Mejía. E incluso la Universidad Diego Portales, una de las más importantes del ámbito privado en Chile, nos propuso codirigir un laboratorio de neurociencias aportando nuestros recursos humanos. Quiero decir que Ineco también fue posible porque la Argentina todavía tiene una clase media intelectual –por el sistema educativo que tuvimos y nos diferenció– que no se ve en Chile, Colombia, Perú y otros países de la región que están creciendo macroeconómicamente. Por eso, el impacto de Ineco es cultural. Nunca va a cotizar en la Bolsa, no hacemos software, no queremos hacer dinero: con que vivamos de la medicina, ya está. Hace 14 años, cuando volví al país, las neurociencias no eran conocidas en la Argentina. Pero hubo un cambio cultural, más en un país donde sólo se hablaba de psicoanálisis, para que hoy todos hablemos de neurociencias cognitivas. E Ineco ayudó a ese cambio que no se mide en la Bolsa, un parámetro que muchas veces se utiliza para hablar de un entrepreneur. Pero, ¿cómo se mide a un entrepreneur social, cultural o científico? Porque nosotros damos lugar a conocimiento y también lo exportamos. Entonces, hay que tener cuidado cuando sólo se mide a los emprendedores con ciertas variables. ¿Cómo comparás a Ineco con Globant, Despegar o Mercadolibrer? Obviamente no es posible, pero no por eso nuestro impacto cultural es menor.

¿Cuál fue el momento más crítico del proyecto?

Hubo ciertos ataques sutiles de instituciones, que nos mandaban inspecciones y nos desprestigiaban. No teníamos todavía espalda para defendernos de los que no querían que existiera Ineco. Pero lo superamos porque estábamos convencidos de lo que hacíamos. Nuestro éxito era hacer. O sea, que hoy Ineco tenga contador, CEO, versiones en Rosario o Chile, es yapa. En el fondo, aquellos primeros tipos que trabajábamos juntos, haciendo lo que nos gustaba, ya era un éxito. Desde el punto de vista empresarial, lo crítico fue empezar a pensar que el liderazgo fuerte y el matiz de empresa familiar tenía que cambiar. Nos costó darnos cuenta de que era el camino, porque naturalmente uno piensa que sus decisiones son las mejores. Fue un proceso no fácil pero necesario.

¿En lo financiero siempre pudieron estar ordenados?

El proyecto era cultural y científico, y la cooperativa nos permitió ser viables. Porque no lo hice yo solo, sino que fue una decisión de vida de varios profesionales. Hubo complicaciones, inversión personal, pero no hubo grandes líos porque fuimos muy cuidadosos. Y, si había dinero de más, era para investigar, no para cambiar el auto. Tuvimos que poner mucho dinero personal, y no sólo al inicio, sobre todo mi hermano, pero siempre lo tomamos como algo trascendente en nuestras vidas, no sólo por las neurociencias sino por lo que implica generar conocimiento a largo plazo. Imaginate si el país tuviera este concepto: ¡Volamos!

¿Cuál es el lado en las sombras de ser empresario científico en la Argentina?

La sombra es la energía: creo que en estos años he envejecido más de lo que me hubiese pasado si hubiera hecho ciencia solamente. Estuve involucrado en todas las decisiones económicas, y todo ese estrés tiene un costo. Y otra sombra es que, a veces, no se entienda que Ineco es una política pública desde el sector privado. Pero no sólo es una injusticia por Ineco: creo que el país está confundido en separar lo privado y lo público. No lo siento como algo personal, pero sí creo que esa discusión es tóxica para la Argentina. Hay gente que no comprende el esfuerzo que es hacer una empresa, pagar sueldos, invertir las ganancias, tener responsabilidad sobre 400 familias que viven de esto. Y también hay gente que no entiende el rol del privado en la economía de un país, queda más romántico lo público. Es curioso, porque si yo hubiese estado en la universidad pública, quizás también hubiese tenido ese concepto de alguien como yo. Pero aquí me llevó la vida. Ese es el costo mayor: que no se comprenda. Es algo oscuro que me da lástima por el país.

¿Qué líder era cuando empezó y cuál es hoy?

Soy totalmente diferente. Era un poco más impulsivo, un poco más ingenuo, un poco más pasional. Hoy creo que soy menos impulsivo. Sigo siendo apasionado, pero estos años de liderar empresas me han convertido en alguien más
racional. Y me han convencido de que el equipo es todo.

¿El emprendedorismo es una nueva conexión a establecer en el cerebro social argentino, para que Ineco no sea un caso aislado?

Para que los argentinos seamos más emprendedores necesitamos entender que no podemos obsesionarnos y dedicarnos casi todo el tiempo al pasado, porque así nos restamos la posibilidad de imaginar el futuro. Tenemos que poder dedicarnos a ambos. Creo que somos un país muy creativo –y no es un cliché– porque estamos en crisis permanente. Pero para imaginar el futuro necesitamos proyectarnos en el largo plazo. E imaginar el futuro es una clave para ser emprendedor.

¿Se necesita mística para hacer ciencia aquí?

Se necesita mucho profesionalismo, estar conectado con el mundo, tener estándares internacionales. Pero además, como decía Bernardo Houssay, se necesita patriotismo para hacer ciencia en la Argentina, porque las condiciones no son tan favorables. Este Gobierno hizo mucho por la ciencia. Ahora tiene que ser una política de Estado. Para eso, hay que hacer que la ciencia cruce todas las áreas y no que sea solamente un Ministerio.

Y ahora que sí se habla de neurociencias, ¿cuál es su siguiente meta?

Hoy puedo estar haciendo una entrevista un lunes a la mañana porque hay un CEO en Favaloro, un CEO en Ineco, un director médico de neurociencias en Favaloro, en Rosario, en Ramos Mejía y en Chile, un director de la Fundación. Soy un líder que siempre delegó, porque lo que hice siempre fue producto del trabajo en equipo. Ahora el camino es que Ineco sea Ineco y no Manes. Quiero ayudar a que se consolide como un lugar de excelencia en neurociencias. Porque yo estoy pensando en otras cosas: estoy preocupado por ciertos temas del país y ahí es donde quiero colaborar. Para mí, que haya desnutrición en un país que produce alimentos para 400 millones de personas es inmoral. Y la desnutrición no sólo se combate con alimentos, sino con educación, afecto y estímulos, porque el chico, aunque coma, si no tiene estímulo afectivo y cognitivo, no va a poder hacer nada en el futuro.

La pregunta del millón: ¿dará, finalmente, el salto a la política?

Si estuviera en Noruega, estaría haciendo neurociencias, que es lo que me apasiona. Pero yo tengo otras dos pasiones: mis afectos y la Argentina. Y creo que la ciencia tiene mucho que aportar a la política. La ciencia trabaja en equipo, toma en cuenta el pasado –no inventa la rueda, es decir, no puede investigar algo sin revisar lo que hizo el anterior–, imagina el futuro, es ejecutiva –consigue el dinero para investigar, sea un mecenas o un grant–, lo publica y se expone a la crítica. ¡Mirá si esa metáfora de la ciencia no podría ser buena! Imaginate lo que sería la política si revisara el pasado, no tomara lo malo aunque lo hiciera el propio partido, trabajara en equipo, ejecutara, se expusiera a la crítica y pensara en el largo plazo. ¡Mirá si no tengo para aportar!

¿Visualiza su aporte como candidato?

Creo que los argentinos estamos discutiendo el día a día. Más allá del drama de Nisman, que nos preocupa a todos, y de temas importantes de la coyuntura, tenemos que discutir el problema real. Imaginemos un escenario sin inflación y con 10 años de crecimiento: igual tendremos al 30 % del país pobre y con mala calidad educativa. Entonces, aún solucionando las dos cuestiones que los economistas señalan como prioridad, no se resuelven los problemas del país. Ahí creo que tengo mucho para aportar. En términos concretos, me siento un privilegiado porque mi voz se escucha. Hoy no necesito una candidatura. Y nunca me lo plantearía como un ejercicio narcisista y personal, o para un proyecto propio. Si aparece una causa importante donde Manes candidato podría ser de utilidad, quizás lo pensaría.

¿Pero la política, en la foto de hoy, le da margen para plantear los temas que le interesan y aportar las soluciones que propone por fuera de una candidatura o adhesión partidaria?

Creo que hoy la política da margen si nos juntamos referentes sociales y logramos una suerte de comisión que busque soluciones para asegurar la nutrición y la educación en el país. Para mí, la revolución educativa no pasa por un ministro brillante, un nuevo Sarmiento u otro presidente. La revolución educativa tiene que ser de abajo hacia arriba, tiene que pasar entre el docente y el alumno. El cerebro humano aprende de tres maneras: por motivación, ejemplo e inspiración. Si uno pone un cd para aprender alemán, no lo logra ni en 100 años. Pero si uno se enamora de una alemana, en 6 meses está hablando. Entonces, el docente tiene que volver a ser eso: un inspirador, un motivador y un ejemplo. Tenemos que ayudar al docente a reinventarse. Y esa es una política que requiere de la sociedad. Raúl Alfonsín, en el ‘83, canalizó la democracia y la representó porque había una sociedad que lo pedía. Aspiro a que, ahora, la sociedad argentina ponga al conocimiento y a la educación como prioridad. Suena utópico, pero también sonaba utópico hacer neurociencias en la Argentina hace 15 años, siendo un país con gran impacto del psicoanálisis, sino el único en el mundo. Entonces, mi idea es que la sociedad pida y demande educación a los candidatos y políticos. En el mundo del conocimiento, donde una idea vale más que 300 hectáreas, no nos podemos quedar afuera.

¿Y por qué cree que los políticos no encuentran estímulo en esos temas fundamentales para la sociedad?

Creo que los políticos están, en general, dependiendo mucho de los consultores y las encuestas. ¿Qué hubiera hecho Sarmiento si una encuesta le desaconsejaba invertir en educación? Necesitamos más líderes y próceres que piensen más en el largo plazo y no en las encuestas y en los consultores políticos. ¡Así estamos en el día a día total! Y por eso hay una gran frustración y un gran espectro social que no se siente enamorado de los candidatos actuales. Para mí, la historia de vida acá también es muy importante. ¿Por qué le creemos al papa Francisco cuando habla de austeridad? Porque fue austero toda la vida. Cuando uno habla de educación o de moral hay que tener una trayectoria, porque sino es difícil ser creíble.

¿Cuál es la encrucijada que paraliza al país?

Creo que la Argentina tiene un dilema: el corto plazo, el populismo, la corrupción, la falta de instituciones fuertes; o la República, el corto plazo –llevar comida ¡ya! a los chicos– pero también el largo plazo, las instituciones fuertes, el combate de la corrupción. Esa es la división actual. Creo que hay que educar, charlar y reunirse para posicionar a la Argentina como uno de los países más influyentes en educación y conocimiento. Puede pasar en 100 años o en 50 pero, si no ambicionamos ese objetivo en grande, no vamos a llegar nunca. Si nuestra meta es llegar a no tener inflación… Y bueno, por ahí lo logramos y crecemos 2 %. Ojo, eso es indispensable para crecer, pero ¿para qué lo queremos lograr? Muchas veces estamos peléandonos por temas menores, en una discusión muy miope, del día a día. Y por eso mucha gente está asqueada. ¿Quién discute las políticas de Estado? No veo más que chicanas.

¿Cómo se lleva con la fama un científico que, desde joven, gozó de prestigio profesional y ahora es visto como un referente social?

Con una gran responsabilidad. Siento que la fama mía, pequeña, no viene fácil sino que viene con una enorme responsabilidad. Siento que no es importante ser conocido si uno no tiene una causa. Y yo he tomado la fama por respeto a la causa. Me cuido de que no me confunda el reconocimiento porque, si lo tomo como algo personal, soy un tarado. Tengo que resistir la tentación natural del ser humano, porque mi fama no me viene como actor o deportista, sino con una causa que, creo, es la de muchos argentinos. Hoy tengo un lugar privilegiado que no tenía hace tres años, cuando quizás consideraba participar en un partido político porque ahí podría contribuir. Pero ahora que tengo reconocimiento, lo puedo hacer sin estar. Eso no quiere decir que, si me convenzo de que mi figura puede ser vital para una causa, no considere una candidatura. Pero no lo haría por algo personal o narcisístico.

Llegado el caso, ¿su identidad partidaria, de origen radical, incidiría?

Creo que si hay un proyecto republicano que ponga al conocimiento como política de Estado, que ponga como política de Estado que no haya un niño desnutrido, sin afecto ni estímulo cognitivo, que combata la corrupción y que fortalezca las instituciones, voy a estar. Después podemos discutir si privatizamos tal empresa o no, si la geopolítica es con China o con los Estados Unidos: pero lo que no podemos discutir es fortalecer la República.
¿Y eso es viable de cara a las próximas elecciones presidenciales?
Hoy es un problema, porque fijate que tenemos massismo, sciolismo y macrismo. Y lo que tenemos que tener son partidos políticos. Reconozco el liderazgo de los tres candidatos con mayores posibilidades. No es culpa de ellos sino de la crisis de 2001 que afectó la reputación d l Partido Radical como partido con capacidad de gobernar, y creo que eso le hizo mucho daño al sistema democrático. Una de las cosas que hay que hacer es fortalecer el sistema de partidos políticos, como lo dice el artículo 18 de la Constitución. Quiero luchar para eso: no quiero que haya otro ismo. Quiero ser parte de un partido político. Si bien vengo de una familia radical, creo que el peronismo y el radicalismo describen muy bien a la Argentina pasada, pero no estoy tan seguro de que describan bien al país futuro. No veo mal que la recuperación de ciertos valores republicanos se haga en coaliciones, como muchos países de Latinoamérica que tienen experiencias en eso.

¿Le gusta la Argentina versión 2015?

Si veo el proceso de la democracia argentina hasta acá, no soy totalmente pesimista. A diferencia de otros países de Latinoamérica, tenemos un sistema democrático increíble, donde todos nos sentimos parte. En el ‘83, Alfonsín representó un paradigma de la democracia, un sistema que hoy ya nadie discute. Con (Carlos) Menem –siempre estuve y estoy en contra del proceso menemista– aguantamos a (Julio) Nazareno en la Corte Suprema y muchos empresarios y clase media lo bancaban en nombre del proceso neoliberal. Y ahora cierta izquierda progresista se banca cierta corrupción. Entonces, muchas veces, el problema es la truchada y no la ideología. En la Argentina, a veces el problema no es ser neoliberal o de izquierda, sino ser trucho, porque fuimos truchos por derecha y por izquierda. Somos poco serios. Volviendo al menemismo, así como soy crítico, reconozco que implementó la idea de modernidad y hubo cierta inserción en el mundo que nadie discute tampoco: hasta los más izquierdosos tienen un celular que inventó el capitalismo. Después vino un proceso, con los Kirchner, de darnos cuenta que somos de Latinoamérica. O sea, hubo un paradigma de democracia, un paradigma de modernidad y un paradigma de igualdad social. ¿Cuál es el próximo paradigma? Yo creo que es el conocimiento. Si lo miro así, hemos evolucionado. Porque el conocimiento no se hubiera dado en una sociedad sin democracia, sin modernidad y sin discusión por la igualdad. Más allá de todas las falencias, creo que hemos avanzado. Y por eso soy optimista. Que surjan los líderes que tengan que surgir es un proceso largo.

Fuente: El Cronista

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