Brasil, a 50 años del golpe de estado

En la madrugada del 31 de marzo de 1964, tropas comandadas por el general Olimpio Mourao Filho iniciaron una marcha del Estado de Minas Gerais a Río de Janeiro con el objetivo de derrocar al gobierno constitucional de João Goulart. Allí empezaba el golpe que –con el apoyo de sectores de la sociedad civil, de empresarios y de los Estados Unidos– instaló una dictadura militar que se prolongó por 21 años, dejó miles de muertos y desaparecidos políticos e inauguró una ola autoritaria que se extendió a casi toda Sudamérica.

Un día después, el presidente de la Cámara Baja, Auro de Moura Andrade, anunció la vacancia de la Presidencia, pese a que “Jango” –como Goulart era llamado en Brasil– todavía no había renunciado y seguía en el país. El golpe se produjo en el marco de un ambiente político enrarecido, en el que los vínculos de Goulart con los sindicatos y su defensa de la reforma agraria alimentaban temores de que aspiraría a conducir el país hacia el comunismo.

A las divisiones políticas se sumaba un ambiente económico desfavorable. En 1963, la inflación había llegado al 78% anual, el índice más elevado de la historia hasta ese entonces. Las huelgas en demanda de mejores salarios se multiplicaban, los alimentos eran escasos, las filas en los comercios eran rutinarias.

Una Comisión de la Verdad creada en 2012 por la presidenta Dilma Rousseff busca descubrir el paradero de los restos mortales de los desaparecidos políticos e identificar a los responsables de las torturas y asesinatos.
Cuando finalmente se concretó el golpe, la resistencia fue virtualmente nula, tal como reconoció uno de los opositores de la dictadura en la Iglesia católica, el teólogo franciscano Carlos Alberto Libânio Christo, más conocido como Frei Betto. “La izquierda no estaba suficientemente organizada”, dijo el religioso.

La ausencia total de resistencia hizo innecesario el apoyo militar de Estados Unidos, una posibilidad que llegó a ser mencionada en octubre de 1963, en un diálogo sostenido por el entonces embajador estadounidense en Brasil, Lincoln Gordon, con el presidente John Kennedy. “¿Ve usted una situación inminente en la que nosotros podríamos considerar conveniente una intervención?”, indagó el entonces presidente norteamericano a Gordon, según una transcripción suministrada por la Biblioteca Kennedy al periodista brasileño Elio Gaspari.

Según él, cuando Mourao Filho inició la marcha hacia Río, había “a disposición de los golpistas un contingente con portaaviones, seis contratorpederos, un portahelicópteros, un puesto de comando aerotransportado y cuatro petroleros con 553 mil barriles de combustible” que no llegaron a ser usados.

Washington siempre negó la existencia de cualquier plan de apoyo militar a los golpistas de Brasil, pero la reacción de Estados Unidos al golpe fue claramente positiva: el 2 de abril, horas después de que Goulart se marchara al exilio, el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, reconoció al nuevo gobierno.

A lo largo de las dos décadas siguientes, Brasil vivió el más largo período autoritario de su historia republicana, con suspensión de derechos políticos de líderes considerados como opositores, censura a la prensa, masivos arrestos de adversarios políticos, torturas y asesinatos.

Pese a que la Ley de Amnistía dictada por el régimen militar en 1979 no permite encausar a los responsables de las violaciones de Derechos Humanos, una Comisión de la Verdad creada en 2012 por la presidenta Dilma Rousseff busca descubrir el paradero de los restos mortales de los desaparecidos políticos e identificar a los responsables de las torturas y asesinatos.

El historiador Rodrigo Sá Motta reconoció que, durante la dictadura más larga de su historia, Brasil también vivió un proceso de modernización económica, tecnológica e industrial, pero apuntó que “toda esa modernización podría haber sido alcanzada en un régimen democrático”.

Un personaje a la espera de su película

Cuando comenzó el golpe contra Goulart, el agregado militar norteamericano, coronel Vernon Walters, coordinó las operaciones con su amigo, el general Humberto Castelo Branco, la CIA y el comando de la IV Flota apostada frente a Pernambuco. El coronel conocía a los golpistas desde que fue enlace del 5° Ejército con la Fuerza Expedicionaria Brasileña en Italia en 1944-45. Luego fue agregado en Río de Janeiro hasta 1948.

Walters nació en Nueva York en 1917. Como su padre era inspector de seguros, vivió de los seis a los dieciséis años en Francia e Inglaterra y aprendió ocho idiomas. Al volver, trabajó como su padre hasta que en 1941 entró al Ejército como oficial de Inteligencia y logró en noviembre de 1942 la rendición de las fuerzas de Vichy en Marruecos. En 1950 reconcilió al presidente Truman con el general Mac Arthur, luego acompañó a Eisenhower varias veces en Europa y en su pacto con Franco en 1954. Trabajó para el Plan Marshall y organizó el Comando Aliado en Europa. En 1961 recomendó invadir Italia, si los socialistas entraban al gobierno.

De 1967 a 1972 fue agregado en París, donde organizó la negociación con Vietnam del Norte que acabó la guerra en 1973. De 1972 a 1976, como vicedirector de la CIA, intervino en Chile en 1973, mantuvo a la agencia fuera de Watergate, derrotó a la izquierda en Portugal y supervisó numerosas crisis. Dejó la CIA y se retiró, cuando previó el triunfo de Jimmy Carter en 1976.

Entonces fue profesor en la Escuela de las Américas. En 1980 Ronald Reagan lo hizo su asesor para temas internacionales, trabajando con el secretario de Estado Alexander Haig (1981-82) y como embajador en la ONU (1982-87). Como católico fue el enlace con el Papa Juan Pablo II. Por fin fue embajador en Alemania (1987-91) organizando el alzamiento de 1989 en el Este. Luego representó a EE UU en la negociación del Tratado 4+2 (1990) que acabó la Guerra Fría. Hasta su muerte en 2002 fue consultor y conferencista.

Vernon Walters fue protagonista durante medio siglo. Aún espera por su novela y su película.

Fuente: Tiempo Argentino

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