La crisis boliviana, que derivó en la salida de Evo Morales y registró un golpe de Estado atípico –difícil de encuadrar en categorías políticas oxidadas y desbordadas-, terminó por agregar tensión a la transición local. Se trata de un proceso de traspaso que, hasta ahora, transcurre inevitablemente en el calendario –hoy mismo será proclamada la fórmula ganadora en octubre- pero que no registra avances relevantes para articular la salida de Mauricio Macri y la llegada de Alberto Fernández. A su difícil relación personal, sumaron ahora malestar por las visiones enfrentadas sobre Bolivia. Un contrapunto pobre, con arrastre de campaña. Y, en perspectiva, un tema especialmente sensible para el nuevo presidente y su política exterior, en menos de un mes.
Este nuevo capítulo, inesperado, aparece en realidad como una piedra en un camino por recorrer. Fernández definió un cuarteto de representantes para la transición (Santiago Cafiero, Gustavo Beliz, Wado de Pedro y Vilma Ibarra) y los interlocutores del Gobierno son conocidos, empezando por Rogelio Frigerio. Nada se avanzó en contactos por área –eso sería un paso más en la exposición de futuros ministros, algo que el presidente electo evita- y en rigor ni siquiera está saldada la cuestión práctica del acto de traspaso del mando entre Macri y su sucesor.
La incomodidad generada por Bolivia parecía menor o menos visible hasta el fin de semana. Pero cambió con el desbarranco precipitado de la crisis, imposible de explicar por un único factor. Las elecciones habían terminado en graves denuncias de fraude. Y la protesta inicial había sido desbordada. Los choques en la calle dominaban la escena, con formas de represión paragubernamental, de un lado, y despliegue de sectores de ultraderecha, del otro. La decisión de llamar a nuevas elecciones llegó recién con la agudización de ese cuadro. Las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas terminaron precipitando el quiebre, en un estado de virtual vacío de poder. Lo que aún quedó en pie del sistema político busca en estas horas una nueva salida electoral.
Hace rato que los procesos de riesgo para los sistemas democráticos y los quiebres institucionales no pueden ser restringidos a los esquemas de golpe de Estado en su versión tradicional y como categoría cerrada. Toman otras formas: diferentes maneras de vaciar la estructura de funcionamiento democrático, incluidos los exponentes llamados “antisistema”, que avanzan formalmente dentro del sistema sobre las debilidades de los partidos para pactar y motorizar respuestas a las situaciones de deterioro económico y social. Por lo general, tienden a empeorar la calidad institucional y no siempre se ajustan a lo que se ha considerado un golpe.
En el caso boliviano, el cuadro parece aún más complejo. En rigor, la degradación democrática es atribuible también, y en primer lugar por su lugar como cabeza del gobierno, al propio Evo Morales. La cronología es conocida. Evo fue forzando los límites para asegurarse la posibilidad de competir por un cuarto mandato presidencial. Desconoció una votación plebiscitaria en contra y logró el aval de una justicia alineada con su interés. La elección, para completar, quedó embarrada en las denuncias y pruebas de maniobras fraudulentas. En esa pendiente final, llegó el vacío y quiebre que puede calificarse como un golpe no convencional, de estribaciones aún inciertas.
No deberían ajustarse las definiciones a prospectos que van siendo vaciados. De lo contrario, no podría ser calificada como una real dictadura el régimen de Nicolás Maduro, cuyos defensores buscan ampararse en la apariencia de procesos electorales y una supuesta división de poderes.
Pero eso no es todo como contexto regional. La grave situación que vive Chile contradice a la vez posiciones muy pobres que entran en contradicción con los argumentos que se utilizan en otro caso, por ejemplo, para reclamar acatamiento ciego de las Fuerzas Armadas a las órdenes del poder constitucional. Vale decirlo a contramano de explicaciones simplificadoras y con cargas ideológicas estancadas: la idea de una conspiración regional “castrovenezolana” no puede ser la explicación de fondo para las convulsiones chilenas, y un golpe oligárquico-estadounidense no puede explicar el colapso boliviano. En los dos casos, sin desconocer el accionar de grupos violentos.
Existe además otra componente destacable, aun a riesgo de una mirada parcial. Están exponiendo crisis dramáticas los dos modelos contrapuestos en el rudimentario cruce entre izquierda y derecha tradicionales: de un lado, el modelo exitoso de Evo, y del otro, el modelo exitoso del establishment chileno, no limitable a la derecha por la extensión de varias gestiones de centroizquierda.
En el crujido de los dos modelos se combinan de diferente modo demandas e insatisfacciones sociales y políticas, más allá de los números exitosos que puedan mostrarse en el plano económico –aunque ya con algunos síntomas de deterioro-, y con cierta ceguera o traspaso de límites desde el poder, según el caso.
Frente a ese cuadro, con un tono de campaña que a esta altura cuesta entender como pura inercia electoral, Macri y Alberto Fernández parecen enfrascados en alimentar un debate de bajo vuelo y de improbable rédito político fuera de sus propias bases de apoyo. En sus contactos, hubo apenas algún avance práctico para garantizar el funcionamiento de la embajada argentina en La Paz y algunos refugios de ex funcionarios de Evo Morales.
El presidente que va camino al llano se encerró en sus posiciones con el canciller Jorge Faurie. Eso, a pesar de los crujidos en la diplomacia y malestares por la falta de consultas en el interior del oficialismo, donde son visibles las posiciones diferentes. Ayer mismo, referentes del interbloque de legisladores de Cambiemos trabajaban en un texto que permita unificar posiciones para las sesiones especiales de hoy en el Congreso, por el caso boliviano.
El presidente electo dio algunas señales de pragmatismo, pero seguramente contemplando su propio frente interno prefirió un discurso de dureza alrededor de la definición como golpe de Estado. Eso mismo expresan los principales jefes legislativos del nuevo oficialismo, camino a la convocatoria de esta tarde. En paralelo, vía voceros, se difundía su versión sobre conversaciones tensas con Macri y un protagonismo externo destacado que sugería una diplomacia de hecho para garantizar el destino de Evo Morales.
Con todo, el mayor esmero fue puesto en la relación con Andrés Manuel López Obrador, protagonista principal del entramado para el asilo de Evo Morales, en base a la destacada tradición mexicana en ese terreno. Es un puente que debe ser analizado en función de la política exterior que viene y, por supuesto, registrando el cuadro regional en el que la crisis y desenlace de Bolivia, todavía abierto, no son un dato menor.
La mirada de Alberto Fernández también está puesta en el próximo balotaje de Uruguay, cuyo resultado definirá si continúa o no el ciclo del Frente Amplio, y aun en ese caso, posibles matices respecto de temas cruciales como el Mercosur y la relación con el régimen venezolano. El propio periplo del avión que llevó a Evo Morales expone un necesario cálculo y pragmatismo diplomáticos. Varios de los países involucrados tienen gobiernos de otras expresiones políticas: Brasil, Perú, Paraguay. Eso, junto al componente mayor del juego que viene: la relación con Estados Unidos.
El discurso no impidió a Alberto Fernández sentarse a la mesa con representantes de Donald Trump durante su visita a México: almorzó con un duro, Mauricio Claver, y tomó café con un verdadero halcón de larga y ruidosa trayectoria, Eliott Abrams. No son los únicos contactos, por supuesto. Con todo, el camino abierto puede acusar el impacto de las posiciones frente a Bolivia. Tampoco Trump es sólo discurso. Pero el punto, dentro de menos de un mes, será cómo sigue el juego entre hechos y dichos, traducidos los dos en política exterior.
Fuente: Infobae