El caso del joven que, a punto de cumplir 18 años, decidió tatuarse una serpiente permite entender esta práctica como “un acto de lenguaje, a medio camino entre el jeroglífico y la oralidad discursiva” e integrarlo en la elaboración de los duelos adolescentes.
Un adolescente de 17 años, que llamaré Nicolás, me es derivado por una depresión importante. Aislado, confinado en la habitación de su casa, sin contactos con otros adolescentes salvo los que le brinda la escuela. Los padres están preocupados por él, su hijo mayor, al que describen como un chico que fue siempre tranquilo en su infancia, obediente, más bien taciturno. En el momento de la consulta no demuestra interés por ninguna actividad social, manteniendo como único interés la música y sus largos solos de guitarra. Duerme muchísimo, no hace deportes, no sale con amigos, no estudia, aunque su capacidad intelectual le ha permitido pasar de año en una escuela privada donde inicia el último año de la secundaria. Las únicas salidas son con su padre a la cancha de futbol de su equipo preferido, donde poseen un abono. La familia se trasladó de Buenos Aires a Mar del Plata hace unos años, cuando Nicolás tenía 8 años. Los padres son comerciantes y comparten el horario de apertura del negocio familiar. Más allá de la indicación de la colega que me lo derivó para psicoterapia, el padre ve con buenos ojos la propuesta, porque me aclara que habiendo realizado él mismo una psicoterapia hace unos años pudo comprobar los beneficios que le aportó. Nicolás tenía antecedentes de hipotiroidismo, por lo cual era medicado desde los 13 años. La consulta se produce poco tiempo después de que uno de sus amigos de 16 años hiciera una tentativa de suicidio, lo que había conmovido a toda la familia.
Nicolás es un adolescente introvertido, tímido, liso, que no deja escapar ni sus palabras ni su pelo castaño claro que corta casi de raíz; mirada apagada, lánguida, su estatura parece más baja que la media por la actitud de sus hombros caídos. Su tono es monocorde, pero no diría que gris. Se muestra un poco escéptico en cuanto al interés de la entrevista, pero al mismo tiempo curioso por la propuesta de decir todo lo que se le pasa por la cabeza y en particular que lo dicho formará parte del secreto profesional, del cual estarán excluidos incluso sus padres y un hermano menor. No está habituado a la confidencialidad: en nombre del amor y de la transparencia de las relaciones familiares, los pensamientos debían ser debatidos en el grupo familiar. Familia donde habían predominado la acción y la violencia como forma de intercambio.
Es bien sabido que el adolescente se confronta a varios duelos y que existe un proceso de elaboración de la pérdida que es propio de esta edad y exige un trabajo psíquico importante. El adolescente debe hacer el duelo de sus padres de la infancia y de la omnipotencia que les confería, perdiendo, junto con esa omnipotencia, la protección frente a la muerte. Debe hacer el duelo por su cuerpo infantil, que lo mantenía protegido de la eclosión pulsional de la pubertad. Por reactivación y reedición de la problemática edípica se confronta al duelo de su propia omnipotencia, al duelo de la bisexualidad andrógina y de la castración simbólica. No es poca cosa. Cuántos adultos conocemos que nunca lo han logrado. De las múltiples vías que se ofrecen al adolescente, desde la preferible elaboración simbólica hasta la manía, la psicopatía, la tendencia al pasaje al acto, Nicolás había inconcientemente encontrado la “solución” depresiva. Era la expresión de su lucha frente a la emergencia de un mundo interior amenazador y caótico. Su inmovilidad era la manera que había encontrado para intentar frenar el vértigo al que se sentía compelido.
Con la regularidad variable que caracteriza a los adolescentes, Nicolás invistió la psicoterapia y la posibilidad de hablar de sí mismo. En poco tiempo logró dejar su habitación y abrirse al mundo. El fútbol y la música serían los dos pilares que le permitirían abandonar su largo soliloquio. Organizó un equipo de fútbol con sus amigos y en un torneo ganaron un viaje de egresados, que se agregó al que ya tenían previsto. Este segundo viaje le facilitó acariciar la fantasía de egresar una segunda vez, retardando así el paso del tiempo.
Un tema recurrente de la psicoterapia había sido su angustia frente al agujero negro que se le abría al finalizar su escuela secundaria. Las perspectivas se abrían, no tanto como una elección de apertura, sino como una caída en un mundo que, él decía, “puede triturarme”. Expresión que revelaba a la vez su percepción real de los riesgos del mundo contemporáneo y su renovada angustia de castración.
Había logrado hacerse de dos amigos con los cuales compartía salidas, charlas y su pasión por la música. Asistió a recitales de rock, transitó por grupos de punk-rock, heavy-metal y de grupos con letras “más divertidas, de protesta”, decía. Me contó que en su infancia había sufrido mucho porque pasaba inadvertido en el grupo: “Cuando era chico había en la escuela dos grupos, uno que estudiaba y otro que hacía deportes. Yo no estaba ni en uno ni en el otro. En la clase era como que no estaba”. Pero dice que le gusta sin embargo que lo miren, que lo tengan en cuenta.
Luego de un largo recorrido, su elección de carrera contempló su deseo de ir a estudiar a Buenos Aires. Esto le permitiría también volver a la casa de sus abuelos, donde había vivido hasta sus 8 años. Se le planteó entonces la angustia de separarse de sus amigos, el grupo de pertenencia que tanto había anhelado. Uno de ellos iría con sus padres a vivir a otro país, otro se quedaría en Mar del Plata. Entonces, frente a la separación, los tres amigos decidieron que se harían el mismo tatuaje: símbolos que representaban a grupos de rock incluyendo el logo de un grupo de punk rock.
Me cuenta del local donde se practican los tatuajes y de la técnica empleada. Y agrega que probablemente se haga un tercero. Le pregunto si necesita el acuerdo de los padres y me responde que la semana siguiente cumple 18 años y podrá tomar la decisión solo. Es decir, me anuncia que su cuerpo le pertenece y que tiene la libertad de marcarlo y, está implícito, incluso posee el poder de destruirlo. Se hará primero dos tatuajes, dejando el tercero, el de la serpiente, para más adelante: la madre le exige que primero apruebe matemáticas, materia que tiene previa desde cuarto año. Esta situación le había sido ocultada al padre.
Me trae un sueño: se miraba en el espejo y tenía todo el torso y el pecho tatuados, “de la cintura para arriba”. Dice que esa imagen le gustaba, que ese sueño le aportó tranquilidad. Otro sueño le resulta más inquietante: “Me veo en el espejo con barba, y no me gusta”.
Es notoria, en los dos sueños, la importancia de la función del espejo en relación con la angustia de castración. En el primero, el pecho y el torso íntegramente tatuados “de la cintura para arriba” no dejan espacios vacíos: en la obliteración de la mirada de lo que pasaría debajo de la cintura, Nicolás elude la confrontación con la angustia de castración, y eso otorga la “tranquilidad”. En el sueño de la barba, en cambio, aparece con claridad su angustia de crecer, de asimilar los cambios en su cuerpo y en su sexualidad traducidos en la aparición de la barba. Pero, en relación con los tatuajes, me dice: “Me gusta que mi cuerpo cambie”. Así, es él que produce los cambios en su cuerpo, es la ilusión de dominarlos y no el cuerpo que cambia a pesar suyo.
Un tercer sueño completa el ciclo: él iba a jugar al fútbol y estaban por hacerle un tercer tatuaje: una serpiente. Los que se lo iban a hacer eran su profesor de matemáticas y un amigo del padre. En este sueño aparece un claro sentimiento de angustia. El profesor de matemáticas es una figura persecutoria, especialmente en la medida en que comparte con su madre la exclusión del padre en cuanto a la información de que es materia previa: en el sueño, se une al padre para dejarle una marca indeleble en el cuerpo.
Que la imagen elegida haya sido una serpiente no es casual, dado su alto poder evocador de la denegación de la castración, cuya cúspide se alcanza con la mitológica cabeza de la Medusa de la cual emanan multiples serpientes y cuyo valor fálico fuera destacado por Freud en su artículo “La cabeza de Medusa”. La imagen era un compromiso en relación con su angustia de castración, cuyo agente, en el sueño, estaba representado por una figura paterna en complicidad con su profesor de matemáticas. Angustia edípica reforzada por la connivencia del profesor de matemáticas con la madre, de la cual el padre estaba excluido. El tatuaje elegido le provoca, a la vez que una herida, una marca imborrable al servicio de la denegación de la pérdida.
“En los sueños no sentimos horror porque nos oprima una esfinge: soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos”, escribió Borges en El hacedor. De una manera general podemos decir que la excitación pulsional está en búsqueda de representaciones. Cuando las representaciones psíquicas desfallecen, la inscripción de una representación gráfica en la piel puede cumplir una función sustitutiva: está a mitad de camino entre la representación psíquica y el objeto externo, en un entre-dos, no totalmente en el afuera pero tampoco en su interior. La serpiente del tatuaje absorbe la angustia de castración; representa el compromiso entre la angustia de castración y de su negación.
En Nicolás, la potencialidad representativa del sueño estaba excedida en su capacidad de simbolizar los conflictos de la bisexualidad psíquica. El tatuaje, como soporte de una proyección psíquica en su propio cuerpo, le permite vivir la representación como en un afuera de sí y a la vez en su propio cuerpo, exterioridad aparente que la vuelve más tolerable. Es un afuera de la psiquis en su yo corporal, una interioridad exteriorizada pero no perdida en el sin límite del mundo externo, sino contenida por un envoltorio que funciona de interfase entre el mundo interno y el externo. Es una primera tentativa de elaboración, de la cual el cuerpo paga su tributo. Permite disminuir la angustia. Para Nicolás, a la lucha incesante contra su depresión primaria, siempre en filigrana, se agregaba el duelo de la separación de sus amigos. Frente a los contornos borroneados de la sombra del objeto perdido, Nicolás prefería la nitidez de la imagen de los tatuajes en la superficie de su cuerpo.
La marca indeleble del tatuaje permite “tener como incrustado en el cuerpo un tiempo quieto”, como escribió María L. Pelento en “Los tatuajes como marcas” (Revista Argentina de Psicoanálisis, 1998): una certeza de no cambio frente a las transformaciones que se operan en el cuerpo de manera independiente de él mismo; un tiempo que no esté sometido a los avatares del deseo inconsciente del sujeto ni a las incertidumbres del deseo del otro y del mundo externo inasible. Si la piel fracasa parcialmente en su condición de espejo que permite reconocer y medir el afuera, ofrece sin embargo una superficie de inscripción a la producción inconsciente del sujeto. Ante el caos de lo irrepresentable de sus propias transformaciones corporales, el tatuaje propone al adolescente una traza aún no representada pero representable y organizadora de sentidos.
* Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de la Société Psychanalytique de Paris. Texto extractado del trabajo “El tatuaje y el escudo de Perseo”.
Fuente: Página 12